Por Patricio Segura Ortiz.
Periodista
Cada cierto tiempo emergen letreros, publicaciones y consignas con diversidad de mensajes que adjetivan la Patagonia, este trozo de tierra y mar que se hunde al sur del planeta. El que cobija lagos, ríos y montañas, en la frontera austral del Cono Sur. Al que por estos lados también se le han colgado apelativos como Trapananda, Trapalanda o Trapalandia, en alusión a la Ciudad de los Césares, esa urbe imposible que se fantasea persiste en algún lugar perdido de sus pagos.
Trapananda, noción geográfica llena de mística e idealización. Ya lo sabía el ex senador Antonio Horvath, quien en los 80 así llamó la revista que editó durante varios años. A la que en 1998 le salió competencia con una publicación homónima que versa sobre política, cultura y que se empeña en difundir (promocionar, más bien) las ideas del neonazismo chileno. ¿Extraño? Ni tanto, se contrapone a la sospecha de que el sionismo internacional busca apropiarse de estas tierras (de acá y del otro lado del alambre), para fundar un futuro estado judío. Plan Andinia, le llaman.
Al margen: si yo fuera un país, y obviando la imposibilidad física de tal posibilidad, con mirada de futuro, proyectándome hacia los próximos 100, 200, 300 años, también miraría hacia acá. Y me preocuparía de cuidar sus elementos naturales esenciales. Pero tal es otra conversación.
Lo claro es que la Patagonia llama la atención porque presenta características que la distinguen. Es la mayor extensión de suelo al sur del paralelo 47S (Australia termina en el 39S, Nueva Zelanda en el 46.6S), lo que explica su permanente influencia antártica que le viabiliza ser refugio de la tercera reserva de agua dulce sólida del planeta: sus campos de hielo. Y sus fiordos concentran el 95 % de la línea de costa de Chile.
Tales particularidades moldean sus paisajes y vastedades. Se le suma su hoy casi imposible conexión física con el norte del seno de Reloncaví, lo que acota su poblamiento a gran escala. Quizás todo esto, además de las ansias de recurrir a su naturaleza con fines productivos y transformarla a escalas industriales, incentiva la búsqueda de fungir de propietario. O, al menos, de hijo privilegiado.
Y es así que de tanto en tanto surge una diversidad de nuevas etiquetas y categorías.
Hace poco noté que Coyhaique quiere ser su corazón, Punta Arenas su capital, Villa La Angostura su jardín. También está Puerto Varas, ciudad autodesignada puerta de entrada a la Patagonia, al igual que Puerto Natales, a más de mil kilómetros al sur. Una pretensión modesta, huelga decir, a la luz de la que ambicionó el francés Orélie Antoine de Tounens (Orélie Antonie I, para sus súbditos) que a mediados del siglo XIX constituyó el «Reino de la Araucanía y la Patagonia«. Partía en el Biobio.
Y al interior de Aysén también existe una carrera por ocupar un lugar destacado en lo que sea: la más hermosa, la más turística, la más apacible. En el fondo, la mejor en cualquier disputa.
Se entiende la idea. Destacarnos a nivel dios con el fin de aportar al orgullo y arraigo local. Y, de paso, atraer a todos aquellos visitantes ávidos de vivir una experiencia en un lugar de excepción.
Personalmente y como simple habitante, siento este anhelo a contrapelo con lo que se podrían llamar los valores esenciales de su identidad y cultura. La minga que trajeron los chilotes, las comparsas de esquila, poco de competencia tenían, mucho de colaboración sí. En esos tiempos por acá, así como en todos los espacios alejados de las urbes, aquéllos que se enfrentan cotidianamente a una feroz naturaleza, se asumía que todos y todas somos necesarios. Un eslabón más en la cadena que habilita la sobrevivencia.
Pero no es de extrañar. Destacar sobre el resto a todo evento, formándose como en la meritocracia, o difundiendo videos insulsos, odiosos o escandalosos, es el sino de los tiempos. Que incluso genera réditos electorales, como hemos visto ya en demasiadas ocasiones.
Si me apuran y preguntan, que nadie lo ha hecho, preferiría que se reconociera a nuestras ciudades, poblados y comunidades como sobresalientes entre los que protegen las vidas que nos acompañan en este habitar. Que cuida su gente y biodiversidad. Actual y futura. La de la Patagonia y las demás.
Pero el horizonte es que nadie brille por ello. Transitar hasta el momento en que amar y cuidar la naturaleza sea la norma. El sentido común que no requiere piocha ni diploma. Porque la vida se debe salvaguardar en todo momento y, también, en todo lugar. No sólo en el suelo o mar que nos tocó, o decidimos, habitar.